Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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--Decid también que es imposible, y acabaréis más pronto. No parece sino que cuantos me rodean quie-
ran oponerse a mi voluntad.
--No seré yo quien me oponga a ella. ¿Queréis que arreste al señor Fouquet?
--Custodiadlo hasta mañana, que habré tomado una resolución.
--Se cumplirá vuestro deseo, Sire.
--Volved a la hora de levantarme para recibir órdenes.
--Volveré.
--Y ahora que me dejen solo.
--¿Ni siquiera queréis que entre el señor Colbert? --dijo el mosquetero lanzando su última saeta en el
instante de marcharse. El rey se estremeció. Entregado en cuerpo y alma a su venganza, había olvidado el cuerpo del delito.
--¡No quiero que entre aquí persona alguna! --exclamó --Dejadme.
Apenas salió D'Artagnan, el monarca cerró con sus propias manos la puerta, y empezó al pasearse des-
aforado por el dormitorio, cual todo herido que lleva clavadas en sus espaldas las banderillas.
--¡Miserable! --exclamó el rey a gritos --no sólo roba el dinero de mi hacienda sino que también con el
dinero robado soborna secretarios, amigos, generales, artistas, y me quita mi amante. Por eso la pérfida le
ha defendido con tanto tesón...
¡Claro!... Con ello ha mostrado su agradecimiento... y quién sabe su amor... --y añadió ente sí y con el
odio profundo que la primera juventud profesa a los hombres maduros que aun piensan en el amor: ¡Un
sátiro un fauno dado al galanteo y que nunca ha hallado oposición! ¡Un mujeriego que regala florecitas de
oro y diamantes, y tiene pintores para hacer el retrato de sus meretrices en traje de diosas! --Y estreme-
ciéndose de desesperación, prosiguió a grito pelado: --¡Todo lo mío lo mancilla y lo destruye! ¡todo! ¡y
por fin acabará conmigo! ¡Ese hombre me hace sombra! ¡es mi mortal enemigo! ¡Oh! ¡no hay remedio para
él!... ¡Le odio!... ¡le odio!... ¡le odio!...
Y al decir esto, aquel rey tan grande descargaba una granizada de puñetazos en el brazo del sillón en el
cual se sentaba para volver a levantarse como un epiléptico.
--¡Mañana! ¡mañana! --rugió Luis XIV.
--¡Oh! ¡qué hermoso día el de mañana! Y con modestias digna de un rey, añadió:
--Cuando el sol se levante, sin más rival que yo, ese hombre caerá tan hondo que al ver las gentes los es-
tragos causados por mi cólera, dirán por fin que soy más grande que él.
Incapaz de dominarse, el rey Luis XIV puso de un soberbio puñetazo patas arriba una mesita situada jun-
to al su cama, y perdido el aliento, vestido como estaba, se tiró sobre las sábanas y la emprendió a mordis-
cos con ellas para hallar por ese sistema el reposo del cuerpo.
El lecho gimió bajo aquel peso, y, aparte algunos suspiros escapados del pecho del rey, todo quedó en si-
lencio en el templo de Morfeo.

LESA MAJESTAD

El exaltado furor que se posesionó del rey al ver y leer la carta de Fouquet a La Valiére, poco al poco se
resolvió en una fatiga dolorosa.
Allí donde el hombre maduro en su virilidad, o el anciano en su endeblez, hallan continuo alimento a su
dolor, el joven, sorprendido por la súbita revelación del mal, se enerva gritando, luchando cuerpo a cuerpo,
y se deja vencer más pronto por el inflexible enemigo.
Luis quedó vencido en un cuarto de hora; dejó de acusar con violentas palabras a Fouquet y a La Valiére,
y después de haber pasado del furor al despecho, cayó en la postración; tendió los brazos a lo largo del
cuerpo, apoyó lánguidamente la cabeza en la almohada de encajes, sus fatigados miembros se estremecie-
ron a impulsos de ligeras contracciones musculares, y de su pecho no partieron ya sino raros suspiros.
El dios Morfeo, que imperaba en aquel aposento besó al rey que cerró suavemente los ojos y se durmió.
Como suele suceder durante el primer sueño, tan ligero que levanta de la cama el cuerpo y remonta el
alma hacia las regiones superiores, al Luis le pareció que el dios Morfeo pintado en la bóveda le miraba con
ojos humanos, que en el techo brillaba y se agitaba algo; que los sueños siniestros, por un instante alejados
de su sitio dejaban al descubierto su rostro de hombre con la taríon contemplativa. Y lo más extraño era que
aquel hombre se parecía por manera tan extraordinaria al rey, que Luis tuvo por seguro que veía su propia
imagen reflejada en un espejo. Luego le pareció que poco a poco la bóveda iba subiendo, que las figuras y
los atributos pintados por Le Brun se obscurecían a causa de un alejamiento progresivo, y que a la inmovi-
lidad de la cama había seguido un movimiento suave, cadencioso como el del duque que se sumerge. El rey
creyó que estaba soñando, mientras, la corona de oro que sujetaba las colgaduras de la cama iba alejándose
como la cúpula de la cual estaba aquélla suspendida.
La cama seguía hundiéndose más y más Luis, con los ojos abiertos, se dejaba engañar por aquella terrible


 

 
 

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